lunes, 24 de septiembre de 2012

Eco



Tenía una sonrisa muy bonita. Encantadora, diría. Le salía tan natural, tan real. También tenía un buen cuerpo y recuerdo particularmente un brillo cobrizo que emanaba de su piel, como aquella vez, justo en el momento cuando le golpeaban unos cálidos destellos del sol de mediodía. Su cabello era negro, casi azabache, tanto que parecía devorar la luz. Sus ojos eran dos trozos de ámbar oscuro que se encontraban en su mejor momento a la luz de una lámpara o la tímida llama de una vela, como aquella vez en el restaurante que tanto amábamos. Aún siento, a veces, el roce de su palma sobre el dorso de mi mano, la que descansaba sobre la roca fría y áspera, ese día en el que me prometió cosas que ninguno, ni yo, ni tú, ni nadie podremos cumplir jamás. Sus ideas también eran interesantes, su carácter era agradablemente disperso y muchas veces lleno de una incoherencia que me entretenía y me sacaba risas de vez en vez.

Pero yo detestaba su voz.

Ni las alarmas más enervantes, ni el auto con el escape más dañado, o la campana más aguda pueden compararse con la repentina liberación de sangre helada e hirviente que se producía en mí cada vez que escuchaba su voz , aunque proviniera de los más oscuros recovecos de mi memoria. No podía aguantar su voz. Podía amar sus letras, podía amar las canciones que me dedicó; pero jamás pude soportar más de cinco minutos sin sentir la obscena necesidad de ahogarme a mi mismo en la próxima fuente que pasara o de tomar puñados de tierra húmeda y apretarlos contra mis oídos.

No puedo explicarme hasta la fecha por qué las pequeñas y rápidas vibraciones de sus cuerdas bucales, que viajaron sin retraso por el aire sacudiendo todos los átomos de oxígeno y creando a su paso una avalancha de caos molecular, chocarían contra mis oídos haciendo brotar la más extraña de las reacciones adversas. Su voz rompía el encanto de su sonrisa, me distraía de su piel, de la negrura de su cabello y me dejaba inválido sobre un charco frío donde otrora habría un pozo profundo y tibio lleno de picosas ideas.

La primera vez que le vi quedé poseso por un espíritu sordo. A los pocos días de saber de su existencia quedé en un estado total de embelesamiento, como polilla revoloteando alrededor de la flama de su carácter. Por muchos días me aconsejó una ninfa de grandes ojos y bebí promesas de una sonrisa y un bello cuerpo. Pero en ningún momento me acompañó Polimnia, traviesa, y en la oscuridad del silencio me quedé; hasta que le oí.

Quizá me siento mal, no lo sé... Después de todo fue a mi a quién trató mal. Mi voz nunca emitió queja alguna de su voz. Mi crítica jamás le llegó. Pero el imaginarme vivir al día con tal voz, tal ruido; que transporta ideas y sentimientos que podrían perder la carga de su contenido tan sólo por una diferencia de entonación, por culpa de alguna fruta que no comió su madre o algún gen extraño venido desde la cuna de su padre; sería la muerte para mi: pues aunque no hablo mucho y cuando lo hago me atropellan mis formulaciones, es la voz lo que nos puede ganar una pasión, o arrebatarnos un amor.

Podría sentirme mal, pero es mi caso peculiar. Habrá quien ama las voces fuertes, o las suaves. He conocido gente que privilegia una voz quebradiza y huye de una voz alegre. El gusto se rompe en géneros y el amor en timbres. Sé que algún día encontrará o ya encontró alguien para quien sus palabras suenen a poemas recitados por las sombras de los árboles. Tal vez.

Pero esa persona no seré yo. Porque la voz es la que me cautiva más. Puede no ser una voz educada, puede ser un sonido brusco o triste. Pero es la tonalidad justa, el timbre, la cantidad de aire exhalada la que puede hacer la diferencia entre una operación de destrucción encubierta detrás de una bonita sonrisa y una fortaleza edificada en mi mente; piedra por piedra dentro de esta diminuta, solitaria y oscura región de mi pensamiento que se enciende con una chispa de sorpresa cada vez que escucho a una persona hablar. Ahora... Me ahogaré en tu voz y veré si tus ideas me pueden mantener flotando a la deriva, sin esperanza ni añoranza, acompañado únicamente por el consuelo que en el cielo oceánico pinten tus palabras.

Háblame al oído.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Intervalo

Creí que podría escribir de música como quien escribe de amor, y ademas, fue idiota de mi parte suponer que podría escribir de amor como quien escribe de música. Después me di cuenta de que es imposible, de que cuando te conocí creí que eras una segunda menor, y separados somos una bella melodía, somos el inicio de Para Elisa, somos esa magia que se da en las escalas de Jazz, donde yo creo que los semitonos le dan ese nosequé al género. Separados somos geniales.
Pero cuando aprietas un do y un do sostenido al mismo tiempo (al mismo tiempo, porque como apoyadura aun suenan bien), sale un sonido chillante y molesto, imposible. Creí que eras eso, que estaríamos bien separados y que juntos no íbamos a lograr nada salvo fastidiar a los demás y fastidiarnos a nosotros mismos, opacarnos el uno al otro porque somos casi idénticos, apenas medio tono, unos cuantos Hertz mas arriba, tristes, desesperantes, disonantes. Pero ¿Que tiene de malo ser iguales? ¿Que tiene de malo tener cosas en común? Eso. Es música. La música te da la respuesta. La música es la respuesta a todos los problemas. Así como Pitágoras decía que todo era matemáticas (viejo loco, demente, decrepito, inútil) yo me atrevo a decir que todo es música (joven loco, demente, decrepito, inútil) y sé que moriré de hambre. Y sé que soy disonancia con todos.

Pero cuando dejé de intentar comprenderte...
"Sé que voy a quererte                     sin preguntas
sé que vas a quererme                     sin respuestas."
(Benedetti: ¿Quien carajos te crees para venir, meterte en mi escrito imposiblemente musical  y decirme qué hacer en mi caraja y personal vida amorosa a través de tus poemas cursis que tanto me dan ganas de dedicar?).
Cuando dejé de intentar comprenderte comprendí que tal vez no eras una segunda menor, no eramos cacofonía juntos, tal vez. Tal vez fuéramos armonía, tal vez somos armonía. Quizá eres una tercera, una quinta...  Tal vez eres una alteración accidental en mi escala y vienes a cambiarme la vida, el sonido, la melodía.
Imagínate, la pobre escala va sonando como puede, poco a poco, apenas aprendiendo a vivir siendo una escala, en el mundo de las escalas, y va y regresa y vuelve aclimatándose a su cuerpo, y de pronto... llegas, un sostenido en una nota... y aveces ese sostenido es lo único que hace falta, ese lo único que se necesita para lograr una melodía perfecta... o para echarla a perder. De pronto llegas y le aumentas medio tono a mi vida y es suficiente para destantearme y arruinarme o hacerme mas bello. Hermoso. Yo que soy una canción desafinada, llegas y me pones todo en orden, pero primero me haces dudar, llegas, te plantas en la hoja, en el pentagrama, y esperas a que yo canción, te comprenda, o que no te comprenda, solo te utilice (Sin preguntas, dice Benedetti, y lo haremos a su estilo, Benedetti´s Style). Entonces no te comprendo y solo te hago parte de mi. Y solo te haces parte de mi y alteramos el orden de las cosas.
Y entiendo que no puedo hablar de música como de amor, porque no entiendo ninguna de las dos, y no te entiendo, y no te encuentro. Y no hay escuelas de amor, aunque haya escuelas de música, y debería ser lo mismo, porque todo es música. Incluso tú, tercera, o segunda, o quinto grado armónico, o alteración accidental. Incluso yo, tónica, o primer grado armónico, o escala natural. Incluso la vida pentagrama. La muerte doble barra. Dios compositor, o instrumentista o instrumento. Incluso el universo partitura enorme. y el intervalo armónico que creamos. Y nuestra historia compás. Y yo quisiera que seamos el compás final,  con un calderón arriba y que el director nos borre cuando se le antoje, pero que nos borre juntos, que dejemos de sonar juntos, como estuvimos destinados a sonar desde el principio, aunque tú llegaras después. Y que lo mas parecido al amor que tendremos jamás, es un bello sonido. Una bella melodía. Y entiendo que no puedo hablar de música como de amor, ni de amor como de música, porque son lo mismo, y no puedo hablar de ti como de mi ni viceversa porque somos un intervalo, y los intervalos siempre van en pareja.



El director hace un crescendo con las manos. Suena el calderón final. El director baja la batuta y ambas manos con un gesto rápido y determinante. La orquesta termina con un tutti sonoro. El ultimo intervalo resuena por todo el teatro, majestuoso. Aplausos. Se cierra el telón.

Vo(s/z)


¿Les ha pasado alguna vez, cuando escuchan una voz, todo se vuelve más familiar, se vuelve menos interesante, el sonido de esas ondas sonoras los trasporta a un lugar seguro, ajeno, pero cómodo? La voz de su madre, algunas campanas que les recuerden su infancia, el sonido del automóvil, el correr del agua en el río, el sonido de las olas o la brisa en la playa. La voz franca de un amigo, o la ternura  amiga.

Escuchen mi historia, debo contarla a modo de confesión, en un acto por aceptar el doloroso “tenías razón”, una forma de acatar de un solo trago el famoso “te lo dije”, aunque yo sé que contigo no hay juicio, me conoces tan conscientemente, contigo no hay crítica, me comprendes francamente. Contigo sólo hay espacio libre para la expresión, contigo sólo existe conexión.

Mientras estabas en Buenos Aires, yo viví una vida junto a él, y no dejaba de escuchar tu voz en mi cabeza, no dejaba de imaginar tu cara decepcionada en el primer desencuentro, no soportaba ver tu mirada cabizbaja, triste en la tercera pelea, durante el primer golpe. Sí, me dejé llevar, sí fui arrastrado a un abismo patológico, del cual fue advertido, Tú mi Virgilio, el poeta desaparecido.

Ahora que te tengo de frente, no puedo evitar las lágrimas, que vienen de un lugar profundísimo, atinguo, como canto de sirenas, agradeciendo al sol por iluminar las profundidades marinas, dominios de Poseidón, padre de los mares sentimentales, las olas emocionales y los abismos pasionales. Agradezco entera la constancia y el fervor de nuestra amistad, la fidelidad de tu persona y claridad de tu consejo.

Pero basta de hablar de mí, quiero saber todo de ti, ¿Cómo has estado? ¿Qué dicen las historias, dónde están esas fotos? Estoy atento, escucho, al sonido de tu voz.

Preludio.

Uno se queda así, en absoluto silencio por primera vez. Sin distracciones, se puede escuchar el susurro de tu alma escapándose del cuerpo. Sólo entonces pueden hacer su entrada la tranquilidad y el miedo, uno a la vez. Pero el orden no lo decide uno. Es una reacción involuntaria, algo que te puede alterar los nervios al punto de morir.

Resbalas en un charco formado por tu propia sangre, que se ha derramado tan rápido que realmente te soprenderías de estar tirado ahí, si aún tuvieras la capacidad. Gritas de manera inaudible haciendo que tu garganta se desgarre y el líquido rojo del que tu vida depende, comienza a fluir por la tráquea. Comienzas a ahogarte mientras que tus oídos arden, negándose por completo a seguir funcionando. Tu vista se deteriora a cada segundo que pasa, hasta que ya no puedes darte cuenta de nada y el único universo que percibes es el dolor. El universo es dolor.

Todo pasa muy pronto. En un instante dejas de sentir. Todo se vuelve, si cabe, más silencioso que antes y entras en completa paz. Estás real y absolutamente tranquilo, por la simple razón de que has dejado de estar vivo.


Preludio.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Día fragil.

Hoy amanecí con menos sueño y salgo de mi casa con tiempo de sobra, tal vez me de tiempo de comprar algo de café. Subo en la parada usual, y algunos asientos ya ocupados. Elijo uno en medio para que al leer no me estorbe tanto el andar del autobús, tomo asiento y observo a mi al rededor, un chico de alrededor 19 años acompaña al chofer en el asiento trasero, en los asientos siguientes una señora con su hija de preparatoria hablan de cosas a las que no suelo poner atención, asientos detrás una pareja joven con atuendos deportivos, a un lado dos ancianas critican lo que no tienen y presumen lo que pueden; más atrás dos jóvenes con mirada coqueta y detrás de ellos una madre adolescente con su hijo de escasos meses, carriola, pañales, cobijas y su querido a un lado.

Vuelvo a mi realidad y recuerdo que sera otro día de esos, de los que tendré que estar en este mundo, el real y bonito e imperfecto y no en aquel mio y sólo mio, seguir sin audífonos para escuchar algo de música mientras leo es necesario en mi vida, es como mi propio soundtrack de cada libro. Reviso mi mochila y algo me falta, ¡mi mundo!; soy de esos que siempre tiene que olvidar algo en su cuarto, siempre, no importa que sea, o no sé, tal vez soy al único al que le pasan estas cosas. Maldigo tanto en mi cabeza y en tantos idiomas que comienzo a preguntar por la relación de todas esas diferentes palabras para pronunciar lo mismo. Joder.



La sirena de una ambulancia y la de una patrulla de policías es lo que me hace volver dentro del autobús, veo alrededor para saber si sólo fueron pensamientos que se quedaron en mi cabeza o si acaso sobrepasé mis palabras y las grité; no veo camio, las mismas platicas y las mismas caras, sin asombro alguno en sus rostros más que los de los jóvenes que siguen con su mirada coqueta. Paso sin parpadear y me hundo en mi asiento.

Y ahora siento que serán los 30 minutos más eternos de mi vida, más eternos que pasarlos en la cena familiar navideña, o peor que un mal episodio de The Big Bang Theory, o aun más eternos que... ¡dios! Que todo, más eternos que todo. Lo pienso y lo pienso y llego a la conclusión de que es estúpido, que me escucho estúpido y soy estúpido al poner un libro y la música como primer elemento de mi vida. Pienso en algo que me saque de ahí, en algo me tendré que entretener, miro mi mochila y descubro que está vacía, entonces vuelvo a observar, dos o tres vueltas completas al autobús... ¡espera! Podría ser buen ejercicio... ¡NO! El psicoanálisis es lo peor que puedo hacer, pero, pero... está bien mal, y así comienzo a escuchar, comienzo a comprender, comienzo a aprender, soñar y sobretodo a odiar.

*Foto de Francisco Mata © 

lunes, 10 de septiembre de 2012

A human ocean traveler


No supo ni cómo pero la cegó, esa luz que él emitía era impresionante era lo más hermoso que había visto en todas sus vidas; aquella alma perdida en la oscuridad de la vida cotidiana y la superficialidad social pedía a gritos volverse a encontrar a aquel humano que había hecho que se volviera adicta a la luz, pero no a cualquiera, sino a esa, a la que sólo él  podía hacer resplandecer; no sabia porqué le había causado tanto, si sólo fue una mirada, pero ¡ahhh!... esa mirada tan penetrante, sus ojos negros le hacían recordar  su vida pasada, cuando su lugar favorito era el fondo del mar, en donde ya no se veía nada de ese hermoso tono azul, en donde no se preocupaba por el tiempo… Los días se fueron, uno a uno, tan dolorosos, tan penetrantes al corazón, por el simple hecho de no tenerlo a él a su lado; esa humana viajante del océano perdió la vida, el tiempo, esperando la luz que le hacia recordar la oscuridad de su vida pasada…

domingo, 9 de septiembre de 2012

Kibō no Hikari

"La esperanza no es ni realidad ni quimera. Es como los caminos de la Tierra: sobre la Tierra no había caminos; han sido hechos por el gran número de transeúntes".
Lu Xun


El viento rozaba mi rostro, restregando pequeños rastros de arena, polvo y tierra sobre mi tez maltratada y erosionada por las lágrimas de días anteriores. En mi interior retumbaban las palabras recibidas con antelación: "Esa energía positiva te será enviada, y la recibirás de alguna u otra manera, tal vez de la que menos esperas".
- A la mierda! ¡Eso no sucede en éste mundo!- Me dije en silencio y continué rodando sobre el asfalto. 

Segundos después, ella aparece. Destruyendo toda afirmación anterior. Parecía una ángel, dulce y sonriente (pese a los aparatos metálicos que traía para enderezar sus molares), el reflejo del sol la iluminaba, tan sólo distinguí una silueta, pero no importaba, porque me llamaba por mi nombre y había aparecido en el momento ideal. No importaba, porque esa energía había llegado en el momento y con la persona menos esperada. No importaba, porque había devuelto en mí, algo que estaba ausente; porque me había devuelto la esperanza.

sábado, 8 de septiembre de 2012


Alguna vez una maestra me dijo:


No existe el mal per se, todo mal comienza como un bien; puede ser un bien egoísta, un bien que atente contra la libertad, la salud o la mente de una persona; puede ser obrado de manera consciente o inconsciente.


A partir de ese momento comprendí a otros autores como Nietzsche o Ayn Rand, que si bien no son de mi total agrado, plantearon la idea de un egoísmo racional u objetivo. También comprendí mejor la noción de que los seres humanos tenemos iguales porciones de luz y oscuridad anidando en nuestro pensamiento, y que la balanza hacia cada uno se inclina dependiendo de las decisiones y acciones que tomamos; como en el cuento que vaga por Internet, de origen supuestamente indígena y con múltiples variantes, que a manera general dice:


.
Hay dos lobos en constante lucha dentro de ti, uno está lleno de maldad, ira, venganza y destrucción. Otro es pura bondad, está lleno de amor, compasión y alegría. Gana el que tú alimentas.


Se puede desear escalar por el mundo, pisoteando a los demás, sin miedo de las repercusiones que nuestras acciones puedan tener o no en otras personas; se puede romper el corazón de otra persona o lastimar sus sentimientos sin querer o por el puro placer de ver a otra persona sufrir, pero la raíz de estas acciones que, dependiendo de cada cultura, pueden ser vistas como buenas o malas, se esconden en el deseo de obtener algo que nos satisfaga. Como dice el proverbio Klingon: 



La venganza es un platillo que se sirve mejor frío.




¿Cuál es esa delgada línea que al cruzarla puede significar el enloquecer de un hombre o su alcance hacia la virtud? ¿Por qué, aunque mal vista, puede ser tan deliciosa una venganza contra aquellos que nos han hecho mal, o bien dicho, la búsqueda de un bien de otra persona que nos afectó tan severamente? Quizá por ello mismo, porque el sentimiento de retribución se siente bien y nos sienta bien, al menos para algunos al principio. El presumir algo que otros desearían. El saber que se tiene la razón. Que se ha ganado en algo. La sensación de superioridad, o simplemente un pensamiento malsano de diversión a costa de los demás. Todas son formas de egoísmo que pueden llegar a satisfacer hasta la persona más santa.

Quizá una respuesta a esto sea que, al final del día, somos tan similares, además de genéticamente, a otros animales. ¿Se puede hablar de oscuridad o luz en una leona que acaba de devorar un alce? ¿podemos decir que las mantis son malvadas por devorar la cabeza de su compañero? o ¿es una plaga de langostas culpable por arrasar con el cultivo del que dependía una familia pobre para sobrevivir?

A pesar de que estas cuestiones plantean una percepción subjetiva de la luz, la oscuridad y sus múltiples tonos de gris, hay verdades universales que quizá también están arraigadas en nuestro comportamiento como una especie más de este mundo: el asesinato es siempre visto como algo malo, no importa lo que digan los psicópatas o tus leyes locales, una tradición guerrera o algún dios extraño; matar según quienes han matado, siempre se siente mal. Al menos al principio.

La luz y la oscuridad pueden llegar a ser compañeras terriblemente subjetivas, y más cuando se encuentran detrás de acciones tan sutiles como sentir una vaga alegría justo en aquel momento cuando te enteras de que esa persona que amaste acaba de cortar con la persona por quien te cambió, o cuando sonríes al saber que alguien que te hizo mal  a ti o a alguien que aprecias recibió, aunque sea por la vida o un tercero, su “justo” merecido.

Justo.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Él

De lo que me gusta más es observarlo actuar, y no hablo de que sea actor (gracias al cielo que no lo es); hablo de tomar su cámara y hacer lo suyo, incluso más suyo que mio, es como si se convirtiera en otro ser, con el mismo cabello despeinado, con la misma ropa de dormir y su boca apretada, como si nunca hubiera salido palabra alguna en toda su vida; en cambio, sus ojos pasan de ser lejanos para ser objetivos, su tono de voz se convierte en amenazante que algunas ocasiones no aguanto la excitación que provoca, le quito su cámara y lo beso. Es como si le diera vida a lo artificial, como si llenara de luz un espacio vacío; su arte es el de la luz.

Es hermosa la forma en que algunos pocos segundos se convierten en eternidad para mí, y en eternidad de la buena, de la que nunca quisiera que acabara; verlo de perfil con la cámara es de los mejores placeres pequeños de los cuales soy poseedor, él ajustando la velocidad y el diafragma correcto para dejar entrar la luz exacta para crear un buen ambiente, que me recuerda las veces que nunca es demasiado y que nunca es suficiente cuando estoy a su lado; él tomando el lente y ajustando al perfecto enfoque que me recuerda que debo de practicar para ser mejor en eso y que si se da cuenta que lo observo estropeare el momento -así que disimulo-; él tomando el angulo perfecto y recordándome que no debo de fiarme con las reglas primordiales, que tengo que buscar cosas nuevas y nuevamente, que tengo que practicar, practicar en todo; él presionando el botón que me recuerda a mi clases en la escuela de fotografía y lo feliz que era cuando asistía, las cortinas de la cámara, los espejos y la luz reflejada. Y después él mirando el resultado final y dibujándose una gran sonrisa, que me recuerda que ama más a su gato que a mí y que gracias a eso, confío en que es de verdad lo que nos decimos acerca de lo que sentimos. Y que nosotros tal vez no tengamos París, pero nos tenemos pase lo que pase.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Sombra.

Sombra

Todo ese tiempo estuve pensando en lo último que me dijiste, lo que me susurraste al final, tratando de analizarlo aunque lo único que lograba era dar vueltas por la cama, girando mi cabeza y moviendo los ojos en todas direcciones sin observar realmente. Las horas pasaron desapercibidas mientras el sol hacía su camino alrededor del mundo. Tampoco supe cuándo se comenzó a iluminar el cuarto a través de los pedazos de ventana que quedaban sin cubrir. Ya era de día cuando quedé dormido.

Creo que fue al anochecer que me despertaron los ruidos de tu llegada: llaves abriendo cerraduras, puertas rechinando, tus cosas cayendo sobre la mesa y tú haciendo lo mismo en el sillón. Sonidos casi imperceptibles, pero supongo que mi cerebro estaba ansioso por cualquier señal de tu presencia. No supe qué hacer. Quizás ahora viviría encerrado entre mis cobijas; serían la jaula que me protegería del mundo. Te escuché quitarte los zapatos con el sonido hueco de las suelas al caer al piso; prepararte la cena en silencio, el rozamiento de los cubiertos con los platos, tus mandíbulas al masticar; todo en movimientos lentos que delataban la fallida intención de hacer el menor ruido posible.

Era insoportable y, con los ojos cegados por la ahora completa oscuridad del cuarto, preferí salir a enfrentarte. Detuve la mano en el pomo de la puerta. Aún no sabía qué decir. No es fácil ser traicionado, pero tampoco es tan sencillo ser quien encaja el puñal. Yo, aunque apenado, no me arrepentía. No sentía la autoridad moral suficiente como para pedir perdón, porque realmente estaba seguro de haber hecho lo mejor.

Además de todo, tú estabas cansada y yo demasiado abochornado por el encierro, fastidiado de no moverme más que de la cama a la puerta. Hubiéramos terminado en lágrimas; tus lágrimas. Ahora lo sabes: sí me importaba. La posibilidad de ahorrarte más dolor era suficiente para hacerme cambiar todos los planes. Me aguanté, entonces, las ganas de salir a comer, estirar los músculos un poco y contraer las pupilas. Después de un par de horas escuché que te ibas al otro dormitorio. Ni siquiera entonces me atreví a salir. Después de un rato estaba nuevamente dormido, creo por pura tristeza. Me parece que ese fue el verdadero inicio.

Me quedé ahí, solo y desnudo, con una somnolencia sobrenatural como mi compañera. Pasé quizá semanas en una inconsciencia intermitente, de la que sólo despertaba para escuchar a través de los muros los ruidos que hacías al llegar y al irte de casa. Nunca me buscaste. Me daba la impresión de que intentabas pasar fuera el mayor tiempo posible. En un comienzo navegaba entre oleadas de pesadillas, contrapuestas con escenas hermosas que no sé de dónde saldrían, pero poco a poco mi mente fue quedándose tranquila, vacía, como si se estuviera purgando de todo lo innecesario. Luego ya no soñaba nada. Oía tus ruidos, sintiéndome cada vez un poco más intranquilo. Quería salir y verte, estar junto a tu cuerpo.

Me olvidé de todo lo que había pasado antes, tiempo después ya no recordaba ni tu nombre. Me comencé a sentir ligero y ágil. Realizaba movimientos muy mínimos, aunque los hacía sin siquiera percatarme. Estaba en un extremo del cuarto y luego del otro, así sin más. Perdí el sueño, al igual que todo sentimiento que no fuera la obsesión de escucharte y estar contigo. Dejé de dormir, sin embargo no me sentía realmente despierto salvo cuando te percibía. Volvía a estar consciente únicamente cuando estabas cerca, como si ahora mi consciencia te perteneciera. Entonces ya sólo me quedaba eso: una conciencia. Una conciencia prestada, sin memoria o razonamiento alguno.

No supe en qué momento mi voluntad de seguirte me rebasó. Tan sólo recuerdo haber sentido la luz quemándome por un instante y después ya estaba tras de ti, mis pies pegados a los tuyos. Me acostumbré a la iluminación para ver vi mi cuerpo como una mancha translúcida que se derramaba por toda superficie. Tú no lo notaste, pero cuando comenzaste a caminar me arrastraste contigo. Ahí fue cuando lo supe todo, lo que sucedía ahora y lo que ya había sido.

De lo que no tengo idea es de qué pasó con lo que yo era antes. A lo mejor si me encuentran van a pensar que se me escapó el alma en un suspiro, cuando yo creo que fue al revés.