sábado, 8 de septiembre de 2012


Alguna vez una maestra me dijo:


No existe el mal per se, todo mal comienza como un bien; puede ser un bien egoísta, un bien que atente contra la libertad, la salud o la mente de una persona; puede ser obrado de manera consciente o inconsciente.


A partir de ese momento comprendí a otros autores como Nietzsche o Ayn Rand, que si bien no son de mi total agrado, plantearon la idea de un egoísmo racional u objetivo. También comprendí mejor la noción de que los seres humanos tenemos iguales porciones de luz y oscuridad anidando en nuestro pensamiento, y que la balanza hacia cada uno se inclina dependiendo de las decisiones y acciones que tomamos; como en el cuento que vaga por Internet, de origen supuestamente indígena y con múltiples variantes, que a manera general dice:


.
Hay dos lobos en constante lucha dentro de ti, uno está lleno de maldad, ira, venganza y destrucción. Otro es pura bondad, está lleno de amor, compasión y alegría. Gana el que tú alimentas.


Se puede desear escalar por el mundo, pisoteando a los demás, sin miedo de las repercusiones que nuestras acciones puedan tener o no en otras personas; se puede romper el corazón de otra persona o lastimar sus sentimientos sin querer o por el puro placer de ver a otra persona sufrir, pero la raíz de estas acciones que, dependiendo de cada cultura, pueden ser vistas como buenas o malas, se esconden en el deseo de obtener algo que nos satisfaga. Como dice el proverbio Klingon: 



La venganza es un platillo que se sirve mejor frío.




¿Cuál es esa delgada línea que al cruzarla puede significar el enloquecer de un hombre o su alcance hacia la virtud? ¿Por qué, aunque mal vista, puede ser tan deliciosa una venganza contra aquellos que nos han hecho mal, o bien dicho, la búsqueda de un bien de otra persona que nos afectó tan severamente? Quizá por ello mismo, porque el sentimiento de retribución se siente bien y nos sienta bien, al menos para algunos al principio. El presumir algo que otros desearían. El saber que se tiene la razón. Que se ha ganado en algo. La sensación de superioridad, o simplemente un pensamiento malsano de diversión a costa de los demás. Todas son formas de egoísmo que pueden llegar a satisfacer hasta la persona más santa.

Quizá una respuesta a esto sea que, al final del día, somos tan similares, además de genéticamente, a otros animales. ¿Se puede hablar de oscuridad o luz en una leona que acaba de devorar un alce? ¿podemos decir que las mantis son malvadas por devorar la cabeza de su compañero? o ¿es una plaga de langostas culpable por arrasar con el cultivo del que dependía una familia pobre para sobrevivir?

A pesar de que estas cuestiones plantean una percepción subjetiva de la luz, la oscuridad y sus múltiples tonos de gris, hay verdades universales que quizá también están arraigadas en nuestro comportamiento como una especie más de este mundo: el asesinato es siempre visto como algo malo, no importa lo que digan los psicópatas o tus leyes locales, una tradición guerrera o algún dios extraño; matar según quienes han matado, siempre se siente mal. Al menos al principio.

La luz y la oscuridad pueden llegar a ser compañeras terriblemente subjetivas, y más cuando se encuentran detrás de acciones tan sutiles como sentir una vaga alegría justo en aquel momento cuando te enteras de que esa persona que amaste acaba de cortar con la persona por quien te cambió, o cuando sonríes al saber que alguien que te hizo mal  a ti o a alguien que aprecias recibió, aunque sea por la vida o un tercero, su “justo” merecido.

Justo.

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