lunes, 24 de septiembre de 2012

Eco



Tenía una sonrisa muy bonita. Encantadora, diría. Le salía tan natural, tan real. También tenía un buen cuerpo y recuerdo particularmente un brillo cobrizo que emanaba de su piel, como aquella vez, justo en el momento cuando le golpeaban unos cálidos destellos del sol de mediodía. Su cabello era negro, casi azabache, tanto que parecía devorar la luz. Sus ojos eran dos trozos de ámbar oscuro que se encontraban en su mejor momento a la luz de una lámpara o la tímida llama de una vela, como aquella vez en el restaurante que tanto amábamos. Aún siento, a veces, el roce de su palma sobre el dorso de mi mano, la que descansaba sobre la roca fría y áspera, ese día en el que me prometió cosas que ninguno, ni yo, ni tú, ni nadie podremos cumplir jamás. Sus ideas también eran interesantes, su carácter era agradablemente disperso y muchas veces lleno de una incoherencia que me entretenía y me sacaba risas de vez en vez.

Pero yo detestaba su voz.

Ni las alarmas más enervantes, ni el auto con el escape más dañado, o la campana más aguda pueden compararse con la repentina liberación de sangre helada e hirviente que se producía en mí cada vez que escuchaba su voz , aunque proviniera de los más oscuros recovecos de mi memoria. No podía aguantar su voz. Podía amar sus letras, podía amar las canciones que me dedicó; pero jamás pude soportar más de cinco minutos sin sentir la obscena necesidad de ahogarme a mi mismo en la próxima fuente que pasara o de tomar puñados de tierra húmeda y apretarlos contra mis oídos.

No puedo explicarme hasta la fecha por qué las pequeñas y rápidas vibraciones de sus cuerdas bucales, que viajaron sin retraso por el aire sacudiendo todos los átomos de oxígeno y creando a su paso una avalancha de caos molecular, chocarían contra mis oídos haciendo brotar la más extraña de las reacciones adversas. Su voz rompía el encanto de su sonrisa, me distraía de su piel, de la negrura de su cabello y me dejaba inválido sobre un charco frío donde otrora habría un pozo profundo y tibio lleno de picosas ideas.

La primera vez que le vi quedé poseso por un espíritu sordo. A los pocos días de saber de su existencia quedé en un estado total de embelesamiento, como polilla revoloteando alrededor de la flama de su carácter. Por muchos días me aconsejó una ninfa de grandes ojos y bebí promesas de una sonrisa y un bello cuerpo. Pero en ningún momento me acompañó Polimnia, traviesa, y en la oscuridad del silencio me quedé; hasta que le oí.

Quizá me siento mal, no lo sé... Después de todo fue a mi a quién trató mal. Mi voz nunca emitió queja alguna de su voz. Mi crítica jamás le llegó. Pero el imaginarme vivir al día con tal voz, tal ruido; que transporta ideas y sentimientos que podrían perder la carga de su contenido tan sólo por una diferencia de entonación, por culpa de alguna fruta que no comió su madre o algún gen extraño venido desde la cuna de su padre; sería la muerte para mi: pues aunque no hablo mucho y cuando lo hago me atropellan mis formulaciones, es la voz lo que nos puede ganar una pasión, o arrebatarnos un amor.

Podría sentirme mal, pero es mi caso peculiar. Habrá quien ama las voces fuertes, o las suaves. He conocido gente que privilegia una voz quebradiza y huye de una voz alegre. El gusto se rompe en géneros y el amor en timbres. Sé que algún día encontrará o ya encontró alguien para quien sus palabras suenen a poemas recitados por las sombras de los árboles. Tal vez.

Pero esa persona no seré yo. Porque la voz es la que me cautiva más. Puede no ser una voz educada, puede ser un sonido brusco o triste. Pero es la tonalidad justa, el timbre, la cantidad de aire exhalada la que puede hacer la diferencia entre una operación de destrucción encubierta detrás de una bonita sonrisa y una fortaleza edificada en mi mente; piedra por piedra dentro de esta diminuta, solitaria y oscura región de mi pensamiento que se enciende con una chispa de sorpresa cada vez que escucho a una persona hablar. Ahora... Me ahogaré en tu voz y veré si tus ideas me pueden mantener flotando a la deriva, sin esperanza ni añoranza, acompañado únicamente por el consuelo que en el cielo oceánico pinten tus palabras.

Háblame al oído.

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